jueves, 7 de julio de 2011

¡NO TENGAN MIEDO!

En este número de mayo quiero continuar con el tema de los abusos de poder y de los abusos sexuales contra menores, especialmente aquellos cometidos por clérigos y personas consagradas y lo hago, esta vez, desde otra perspectiva: desde las acusaciones que se hacen a la Iglesia.

En primer lugar, conviene aclarar un lugar común, que constituye un error frecuente en la mentalidad de la gente: cuando se habla de Iglesia, normalmente uno piensa en el clero y en las monjas. Sin embargo, son Iglesia todas las personas bautizadas y no sólo curas, monjas, obispos y papa. El último Concilio y el Catecismo utilizan también otro apelativo para referirse a la Iglesia, apelativo que pone en evidencia el error: Pueblo de Dios. Al Pueblo de Dios, Iglesia, entonces pertenecemos todos y no sólo el clero.

Aclarado esto, podemos volver a formular la pregunta: ¿de qué se le acusa a la “jerarquía” de la Iglesia Católica? Fundamentalmente se le acusa de encubrimiento, omisión, negligencia o lentitud en tomar medidas eficaces para castigar y, por ende, prevenir los delitos de abuso de poder y de abuso sexual cometidos por algún ministro o persona consagrada. El mismo Papa ha admitido que muchos delitos graves fueron encubiertos o minimizados en el pasado por los superiores de la Iglesia y de sus Instituciones. En otros casos se han dado respuestas insuficientes, débiles, con poca atención para la víctima, no claramente posicionadas a favor de las víctimas, que sufren. Y todo ello, principalmente por cuidar más la imagen exterior y por no sembrar escándalos entre la gente sencilla. En ocasiones, la preocupación por analizar a fondo las acusaciones ha hecho demorar demasiado la resolución de los casos.

Por otra parte - ¡también esto hay que decirlo! - no pocas veces los sacerdotes y los consagrados son víctimas de calumnias relacionadas con la conducta sexual. Estadísticamente es la calumnia más frecuente que se ha dado contra quien representa de alguna manera a la Iglesia y que, de repente, se han acarreado hostilidades por su accionar. Ello explica, pero no justifica, una cierta lentitud - tildada de prudencia - de parte de los superiores ante acusaciones de este tipo.

De todos modos, hay que admitir que en el pasado se tomaron medidas que, con la sensibilidad actual, se revelan no acertadas o equivocadas: tener ocultos los casos por miedo a los escándalos, tratando de resolver los problemas en secreto; no dar crédito en seguida a las acusaciones; abordar a las víctimas con paternalismo, pero faltos de realismo… Otras veces se buscó un compromiso entre la necesidad de proteger a las víctimas del público - por respeto a su intimidad - y de tener bajo control los inevitables daños sobre la Iglesia.

Bastante ingenuidad ha habido, cuando se pensó que bastaría un traslado de parroquia o un cambio de diócesis o de país. Algunos superiores eclesiásticos estaban convencidos de que “más puede la gracia de Dios que la desviación pecaminosa”. Por eso se derivaban a los culpables a psicoterapias por breves períodos, subestimando la gravedad de estas desviaciones y creyendo en los buenos propósitos del victimario, en sus promesas de corregirse.

¿Qué consecuencias hay para la Iglesia, Pueblo de Dios?

Obviamente todo ello ha causado crisis en la Iglesia, principalmente crisis de confianza, de credibilidad y de liderazgo. Quizás no tanto en aquellos fieles laicos que son más cercanos y conocedores de la labor de la mayoría de los sacerdotes.

Una lección queda clara para la Iglesia y que el Papa ya anunció ya el año pasado: cambiar los métodos de abordar los casos. Ahora la ropa sucia se lava y se tiende al sol, y no más en casa. Desde luego que este vendaval que sacude a la Iglesia y que la hace sufrir, es una gran oportunidad para su purificación y para que sea más humilde y valiente. Y vale para todos sus miembros. ¡Entonces, al fin y al cabo, es bueno que salga a la luz este cáncer!

Por eso, a pocos días de la beatificación de Juan Pablo II - con quien he tenido la dicha de estar en cinco ocasiones - quiero terminar con una de sus frases más emblemáticas: «¡No tengan miedo!». ‘No tengan miedo de esta crisis’, podríamos oír hoy desde el cielo del Beato Juan Pablo II para nuestra Iglesia de Chile. «Estamos en las manos de Dios, en las mejores manos», nos repite todavía hoy San Leonardo Murialdo en el mes a él dedicado en nuestro Liceo. “No tengan miedo de ser cristianos, de vivir como tales, de exhibirse como cristianos”, nos ha recordado Benedicto XVI en la homilía de la beatificación.

Padre Franco Zago
Rector

Artículo publicado en "Murialdino" del mes de mayo, Nº 68