AMOR EN LA VERDAD
A mediados de este año (29/06/09) el Papa, Benedicto XVI, publicó su tercera encíclica.
¿Qué es una encíclica? Es una carta, escrita por el Papa, sobre un tema particular, motivado por las circunstancias de un momento determinado de la vida eclesial o social, que amerita una reflexión o una declaración de autoridad. Las encíclicas están dirigidas a los obispos, a los católicos del mundo entero y, en algunos casos como éste, también a los hombres de buena voluntad. Por la temática y la seriedad de los temas tratados, generalmente son consideradas entre los documentos de mayor importancia de la Iglesia.
Benedicto XVI emitió el 29 de junio pasado la encíclica “CARITAS IN VERITATE”. Son palabras en latín, que significan “La Caridad en la Verdad”, con las cuales el Papa inicia su escrito. De por sí a las encíclicas no se les da un título como, por ejemplo, a un tratado, a un ensayo, sino que se las nombra con primeras palabras con que empieza el documento.
La encíclica, muy densa de contenidos, es desde luego muy iluminadora para nosotros los cristianos que necesitamos de vez en cuando una orientación segura desde la fe. Pero es también trascendental para los dirigentes políticos, empresariales y sociales de todos los Países del mundo. Y no tan sólo para los que se declaran cristianos o profesan alguna religión, sino también para dirigentes que tengan cualquier otra postura con respecto a la religión. ¡Por eso que la Carta se dirige a “todos los hombres de buena voluntad”!
El tema general vierte sobre el desarrollo humano integral, inspirado en los valores de la solidaridad humana y de la caridad en la verdad en el contexto de la crisis mundial actual.
Algunas expresiones de la Encíclica me han motivado a escribir esta reflexión, porque tienen que ver con nuestro estilo educativo de “educar el corazón” y con el lema de este año: «Familia y escuela educando a la verdad y a la esperanza».
Quiero empezar por unas frases del Papa. “Sin la verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo”. “La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales…”.
Sabemos que la cultura de hoy se caracteriza por una notable sobreexplotación de los sentimientos, en detrimento del uso recto de la razón. Basta analizar la manera con que los medios nos trasmiten noticias para caer en la cuenta de que buscan sobre todo atraer a la gente con el impacto sobre nuestros sentimientos. No hablemos luego de los políticos que para atraer votos hacen largo uso de estos recursos.
Por otra parte, no son pocas las personas que confunden los sentimientos generosos o altruistas con la pura emotividad, como si el hecho de conmoverse o emocionarse fuese sinónimo de tener una alta sensibilidad moral. Incluso, hay personas que confunden una viva emoción de carácter religioso con la fe, sin tener presente que la fe, cuando es vivida por lo menos medianamente, se manifiesta en una conducta coherente, exige constancia, coherencia y, no pocas veces, entrega y sacrificio, con bien pocas emociones.
Ocurre que no siempre sacamos en claro las consecuencias de esta falta de distinción. En efecto, de la misma manera que el impacto de unas imágenes de los medios con su efecto emotivo puede llevar a la opinión pública a posicionarse en defensa de unos valores éticos, también puede ocurrir - y de hecho ocurre - exactamente lo contrario. ¡Por lo tanto, hemos de admitir que nuestra cultura actual es fácilmente manipulable! ¡Y tanto los publicistas, gerentes de imagen como políticos lo saben!
La opinión pública puede llegar a estar conmocionada por un suceso, más o menos importante y grave, solamente por el mero hecho de que los medios lo evidencian con mucha habilidad, tocando nuestras fibras sensibles. Pero, preguntémonos: ¿la verdad es así, tal como nos viene presentada? ¿El espesor de la verdad se mide por la carga de emotividad que es capaz de suscitar? ¿No tendremos que mirar más a fondo las cosas que nos presentan para confrontarlas con nuestra conciencia sobre todo en este período preelectoral?
Pero, pongamos un ejemplo sencillo de nuestra casa. En los días pasados se dio por terminado el proceso de asignación de becas a las familias que han postulado. Ciertamente, hay casos que hemos de atender con la máxima atención y que ameritan no sólo nuestra solidaridad, sino también nuestra com-pasión y acompañamiento. Sin embargo, si no hiciéramos uso de unos criterios racionales y no empleáramos personal capacitado para verificar con objetividad la verdad de cada situación, probablemente en la asignación de becas tomaríamos decisiones no correctas. ¡No podemos actuar en base a la emotividad que nos puede suscitar cada caso! ¡No podemos guiarnos por los sentimientos, aunque se trate de cosas que afectan nuestra sensibilidad! Hemos de actuar con racionalidad, simplemente por amor a la verdad y la justicia. Y esto es ser cristianos de verdad, coherentes con la fe que profesamos.
El Papa nos advierte de que “un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales” y, por ende, no resolutivos de los verdaderos problemas. La Iglesia a lo largo de su historia ha sabido compaginar bastante bien su discurso de fe y acción caritativa, con el recurso continuo al discernimiento racional. Porque nuestra fe y nuestra caridad han de ser conjugadas con el uso recto de nuestra razón. Nuestro problema con frecuencia está en confundir los buenos sentimientos con la exclusión de criterios fríamente racionales. ¡Y esto ocurre todas las veces que el sentimiento anula la razón! Dice el Papa en su encíclica: “La religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón”, y viceversa.
Desde luego no hemos de olvidar esa sentencia del pensador francés B. Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”. Pero quizás en nuestra cultura actual es necesario remarcar que no debemos confundir la emotividad con el afecto. Principalmente en las relaciones educativas. Y lo afirma con contundencia quien suscribe, que como josefino, es custodio de la pedagogía del amor de Murialdo. El verdadero amor ha de ser afectuoso, pero no siempre emotivo. Porque - ¡y hay que decirlos a nuestros papás y mamás! - hay emociones que no construyen, y emociones que sí logran afianzar la afectividad en el amor. Y aquí solamente la razón será capaz de discernir entre ambas.
En conclusión, educar el corazón es educar los sentimientos y reacciones emotivas bajo el discernimiento de la razón, lo cual es muy lejano de la sensiblería.