En el artículo del mes de septiembre decía que existen sólo dos cosas que podemos recibir de regalo de nuestros padres: las raíces y las alas. Quiero ahora profundizar en este mismo tema.
Para que nuestros niños y adolescentes tengan buenas raíces - decía - depende sobre todo de la presencia física y emotiva de los padres, y de familiares significativos como los abuelos. Cuando los afectos de éstos logran mantenerse continuos y constantes durante el período de crecimiento físico y psicológico, podemos estar seguros de que ellos tienen raíces profundas y alas fuertes para volar por la vida.
Con todo, hay que precisar que la presencia afectiva no está hecha sólo de consentimientos o de ‘sí’ incondicionales a cada requerimiento o capricho del niño, ya sea hijo o nieto o adoptivo. También está hecha de capacidad de contener su impulsividad con las justas reglas, con el ‘no’ necesario, fundado con cariñosa firmeza y sin rebajas. Está hecha de frustraciones optimales. Se trata de aquel ‘no’ que ayuda al niño y al adolescente a entender que no existe sólo el ‘yo’, sino también el ‘nosotros’. Se trata de límites que robustecen el carácter, la voluntad, y también la capacidad de autodisciplina. Lo ayudan a entender que sus derechos no son ilimitados, que sus exigencias no deben ni pueden ser siempre satisfechas, y que gritos y llantos no son la vía para conseguir todo lo que se quiere. Que la educación, también la formal como la que ofrece el colegio, tiene como fin sacar de cada individuo lo mejor de sí mismo. Que el amor es recíproco y pide también al niño que comparta amor, ternura, atenciones, amabilidad, respeto y pequeños regalos.
Es bueno que el niño aprenda pronto a ayudar en casa, a apreciar lo que los padres hacen por él, sin darlo por descontado, debido y asegurado. Es bueno que aprenda pronto a realizar pequeños trabajos en casa. No solamente hacerse la cama o tener limpia y ordenada la pieza, retirar los platos de la mesa, lavar la losa, barrer… me refiero también a aquellas pequeñas manualidades que producen la satisfacción del trabajo bien hecho. Por ejemplo, cocinar algo fácil, la cura de la bici, el bricolaje doméstico y, si hay un pedacito de jardín o unas macetas - ¿cómo no? - también la jardinería. Aquellos quehaceres manuales, hoy tan olvidados, que hacen de muchos jóvenes unos analfabetos de la vida, incapaces de autonomía y torpes en “problem solving skill” (destreza para resolver problemas), como dicen los gringos, que, en esto de las cosas prácticas, nos pueden enseñar algo. La capacidad de solucionar pequeños problemas prácticos es, desde luego, un gran entrenamiento para saberse mover en la complejidad de la existencia.
Acabamos de terminar el mes de la Patria, donde una y otra vez escuchamos o leemos los mismos relatos históricos, lejanos en el tiempo. ¡Son las raíces de una nación, eso sí! Pero los niños y los adolescentes podrían también escuchar de los padres o de los abuelos cuentos y experiencias pasadas, de la familia o del vecindario o del pueblo de origen. Emociones verdaderas, a veces cargadas de dolor silencioso, casi olvidado, recordando a quienes han hecho de verdad la historia; la historia cotidiana, en la que no hay próceres ni personas ilustres, pero sí gente verdadera y sacrificada. Ellos, los hijos o nietos, jamás las olvidarán. Porque también éstas son raíces y raíces poderosas.
Todo lo que estimula la memoria histórica de un hijo, mejor si ancorada en la familia, refuerza las raíces y el sentido de pertenencia, pero también le da las alas justas para volar. Alas que se robustecen si son entrenadas. Muy entrenadas. He aquí porque es importante la lectura, el estudio y la práctica religiosa, algo que siempre necesita de estímulos. Porque es importante leer mucho para enriquecer las propias expresiones, para poseer un vocabulario rico y apropiado, pero también para conocer la cultura y el mundo. Porque es importante tener una espiritualidad sólida y profunda, entrenada y estimulada sobre todo por el ejemplo de la familia, para resistir al embate de la desacralización, que invade cada vez más nuestras familias y sus valores.
No olvidemos luego la importancia, ante tanta vida sedentaria, del ejercicio físico y la práctica regular de un deporte. Porque las alas para volar en la vida son físicas, mentales y espirituales.
Para hacerles crecer alas fuertes y potentes tenemos que evitar principalmente cinco errores, a mi juicio: la hiperprotección, ansiosa y paralizadora; el consentimiento indiscriminado, con la ilusión de que complaciendo a los hijos reforzamos en ellos el amor (esto especialmente en las familias monoparentales o en las estresadas por el trabajo); la rendición ante la flojera juvenil, esa indolencia mixta a aburrimiento e indiferencia, que mata los mejores talentos, dejándolos en manos de la impulsividad y de la autodestructividad; el culto desolador del dinero, por encima de todo y de cualquier valor; y por último la indiferencia y pasividad en la práctica religiosa y la frecuencia a los sacramentos.