Hay dos cosas que sólo podemos recibir de regalo y únicamente de nuestros padres: las raíces y las alas. Si reconocemos como don de Dios la vida, hemos de esperar también como don de nuestra familia raíces y alas.
En realidad la esencia de ser padres está precisamente en eso: darles a los hijos las raíces, el sentido de pertenencia a una familia, a una casa y a una tierra, a una cultura y a una nación; a un entorno hecho de horizontes, de colores, de olores y de aromas, de emociones y de sentimientos, de ideales compartidos. Más fuertes son las raíces, más estables y consolidadas, más metidas en la profundidad del terreno familiar, más estructurado será el yo que el niño y, luego, el adolescente logrará madurar y desarrollar. Y mayores serán su gusto y pasión de vivir, saboreando tanto los pequeños detalles de un día como las grandes emociones de un evento familiar. Sólo entonces un hijo podrá volar, y volar alto en la vida, libre y feliz de verdad, aunque los vientos soplen adversos, incluso en un entorno hostil, hasta cuando aparezca una enfermedad que lo hiere.
Uno puede volar, a pesar de todas las adversidades, cuando tiene la certeza de ser, y haber sido, amado; aquella certeza que nos da el sentido profundo de tener sólidas raíces y enciende las ganas de vivir, porque somos fuertes dentro, en el corazón, porque en la familia nos han dado alas.
¿Cuál es el terreno más fértil en que las raíces pueden desarrollarse de la mejor manera? Es ante todo el terreno de la constancia de los afectos, de la presencia no sólo, física, sino sobre todo emotiva de los padres y, posiblemente, de otros familiares significativos, por ejemplo, los abuelos. Porque los abuelos comparten el léxico familiar, las atmósferas emotivas, pero también los tonos de voz, el lenguaje, los aromas y los sabores de la comida, todas aquellas señales físicas que más que cualquier otra cosa nos dan el código profundo de la pertenencia desde el nacimiento. Son los abuelos que, por experiencia y sabiduría, generalmente saben mediar mejor el cariño con las justas reglas y límites, que por la edad saben encaminar mejor a los nietos hacia la educación al respeto. ¡Qué gran papel para los abuelos, que hoy en día en muchos hogares suplen a los padres!
Sin embargo, no podemos callar la situación de muchos hogares disfuncionales, donde el sentido fundamental de pertenencia les es tristemente lastimado o peor arrebatado a los niños, que quedan, por lo tanto, desar-raigados. ¡Cuántos trágicos daños precisamente en sus raíces físicas y psíquicas! A menos que una nueva familia estable – o la presencia de unos entrañables abuelos – no sea capaz de reponer un fértil terreno de amor en el cual el niño pueda arraigarse tímidamente de nuevo.
Nuestro lema del año, que nos invita a “educar a la esperanza”, sugiere a los padres y a los familiares más significativos, en primer lugar a los abuelos, un vasto campo de atenciones e interrelaciones para entregarles a los niños el don de las raíces y las alas. En la escuela daremos continuidad al quehacer de la familia, cultivando raíces y reforzando alas, ayudando a priorizar los valores y generando espacios de socialización.