miércoles, 2 de mayo de 2012

DIÁLOGO EFECTIVO

         Llega a la oficina del rector una niña del primer ciclo. Toca la puerta y acto seguido entra sin esperar el pase. La secretaria parte detrás de ella y la invita a salir. ¡Pero ya está en la oficina! Ella, de manera educada, pide sentarse; tiene que algo importante que decirme. Resulta que en esos momentos uno tiene varios problemas entre manos… pero ¿cómo no atender a una alumna tan graciosa y decidida? Le pregunto si ha pedido permiso a la profesora para salir de clase y me hace notar que su curso está todavía en recreo. Luego, dando mil vueltas al argumento de conversación, saca de la lonchera el pocillo y me lo enseña: “¡Está vacío, me comí todo lo que mamá me preparó!”. Y el rector se levanta, observa, la felicita, le ayuda a guardar el pocillo y la despide con un besito. “¿Mañana puedo venir de nuevo?”. ¿Y qué le puedo contestar?

         Otro día llega un alumno de enseñanza media. Pide a la secretaria conversar con el rector. Entra y lo hago sentar frente al escritorio. Y uno, aunque tenga en esos momentos mil cosas que hacer, siente que debe dejar un espacio a su disposición. El argumento de la conversación no es trascendental, pero es necesario prestar atención. Al final, cuando el alumno se ha ido, uno se pregunta si valía la pena haberle dedicado esos minutos preciosos del escaso tiempo por tan pequeña cosa… ¿Por qué no haberle dicho que lo atendía más tarde en el recreo?

         Sin embargo, los días siguientes, cuando el alumno de la media se te acerca en el patio y te saluda dándote un fuerte estrechón de mano, y cuando la niña corre a tu encuentro y te pregunta si te duele todavía la manito, también el rector comprende de manera práctica un principio que siempre repite: ¡lo primero son los alumnos! ¡Cualquiera sea la situación o la temática o el problema, aunque se trate de nimiedades para los adultos, lo primero son ellos! En esos momentos, para los alumnos la conversación es una cosa importante, muy importante. Es su derecho ser escuchado.


          Me imagino lo que ocurre en casa: la mamá con muchas cosas que hacer antes de acostarse; el papá con un indescriptible cansancio encima, si no son las preocupaciones que le presionan; los abuelos... los hermanos… Todo el mundo con sus cosas. ¿Y las cosas de los hijos acaso no son importantes?

          En realidad, a nosotros los adultos nos ocurre siempre lo mismo. Creemos que nuestras cosas son las verdaderamente importantes. Por el contrario, las de los niños o hijos lo son mucho menos. De hecho, todo el mundo se comporta de esta manera. Normalmente cuando buscamos el contacto con alguien, lo hacemos porque necesitamos decirle algo. No importa el tema de lo que le vamos a hablar: puede ser grave o intrascendente, chistoso o doloroso, un chisme o una inquietud. Lo que invariablemente nos importa es que el otro esté ahí para que nos escuche. Pertenece a las necesidades humanas ese deseo, a veces ansioso, de contar a otros lo que llevamos dentro.

         Cuando los adultos nos relacionamos con niños o jóvenes, pensamos ser los únicos en tener algo importante que decirles. Muy pocas veces pensamos que también ellos necesitan ser escuchados. Por eso se oye a padres, especialmente de adolescentes y jóvenes, que se quejan porque no consiguen que los escuchen. Las quejas frecuentes tienen casi siempre el mismo tenor: no consigo que mi hijo/a me escuche; lo que le digo le entra por un oído y le sale por el otro… ¿Quién no ha pasado por esa experiencia?

         Los expertos nos enseñan que las relaciones podrían cambiar perfectamente cuando los adultos, padres o educadores, asumen otra actitud, cambiando su manera de conversar: dejar de decirles tantas cosas y aumentar el porcentaje de tiempo que se dedica a escucharles, prescindiendo de dar un valor de mayor o menor importancia a lo que ellos cuentan.

         Hay cosas que no nos gustan, pero que debemos asumirlas, especialmente cuando uno es papá y mamá. Por ejemplo, ¿a quién le gustaba levantarse de noche para atender la guagua, para alimentarla, cambiarles los pañales, limpiarla de sus necesidades biológicas? Entonces nadie ponía en discusión la no agradable tarea. Si eres mamá o papá tienes que asumirlo responsablemente, sin objeciones. Y todos han sobrevivido a esas situaciones, logrando compaginar admirablemente los tiempos, las noches sin dormir, los cansancios, los trabajos y demás responsabilidades.

        También en etapas posteriores, especialmente en la adolescencia, ocurre algo parecido. Si se tiene presente que la adolescencia es un período de intenso desarrollo físico, moral e intelectual, es comprensible que sea una etapa tumultuosa, que exige cuidados y atenciones especiales de parte de los adultos cercanos. Aquí tampoco se debería poner en discusión el tiempo que ellos nos exigen, aunque no lo manifiesten. Entonces, lo primero será atenderles, no obstante el cansancio, la falta de tiempo y otras preocupaciones. Darse tiempo para escucharlos.





p. Franco, abril de 2012