viernes, 8 de junio de 2012

CARTA ABIERTA A UN PAPÁ

             A mí como sacerdote me llaman padre. Al hermano Jesús, que desde el sábado 26 de mayo ha dejado de ser hermano, ahora lo llamamos padre Jesús.

            Los sacerdotes no somos padres biológicos, pero de algún modo ejercemos una paternidad espiritual, que debemos cuidar, cultivar y hacer crecer a diario, como cualquier otra paternidad. De lo contrario seríamos unos sucedáneos de padres, unos padres sólo de nombre, unos títeres de padres…

            Desde este enfoque escribo una carta a los papás, a todos: papás biológicos, papás adoptados, papás premurosamente presentes, papás solos con los hijos, papás ausentes, papás de fin de semana, papás lejanos, etc.; en fin, papá, cualquiera sea su paternidad.

            Somos padres imperfectos, también los nuestros lo fueron a su manera. Por otra parte, la paternidad - diría - es por definición “imperfecta”: sólo Dios es Padre de verdad.

             Pero hay una indiscutible diferencia entre maternidad y paternidad. Tú, papá biológico, puedes acariciar el vientre de la esposa, puedes poner una mano para sentir los movimientos del feto, pero no se compara con el vínculo que se establece entre una madre y su hijo en gestación.

             Tú, papá de hoy, eres más inseguro que tu propio padre: nuestros padres gozaron de una autoridad ampliamente reconocida, y no sólo en la familia. Tú eres un padre más imperfecto de tu padre. Tu eres permisivo y flexible. Tu padre sabía perfectamente, por tradición familiar y social, lo que comportaba la responsabilidad de formar a un hijo.

              Has luchado, justamente, contra el autoritarismo de la generación de tus padres. Ellos nacieron en un clima social distinto, autoritario, incluso represivo. Lo hiciste por temor de reproducir los errores de entonces, renunciando a la autoridad, incluso a la autoridad como valor y actitud. Sin embargo, sabes perfectamente que no hay paternidad sin autoridad, aunque siempre hace valer la afectividad, pensando que ésta podría sustituirla. Sin embargo, hay autoridad de padre y hay afectividad de padre. Tu generación se fatiga en encontrar un equilibrio entre cercanía y distancia, porque se ha olvidado que entre padres e hijos hay asimetría.

               Probablemente cuando eras niño, tu padre te abrazó con parquedad. La afectividad y la emoción correspondían generalmente a las mamás. Hoy, en cambio, te esmeras en regalonear a tu niño/a, hasta casi la asfixia; tu mujer quizás menos.

               En nuestra sociedad actual nos cuesta encontrar el justo equilibrio. Hay padres y madres que protegen a los hijos hasta la obsesión: “no corras”, “no te ensucies las manos”, “no te fíes de nadie”… Pero hay papás que pretenden sustituirse a las madres, tomarse el papel de mamá.

              Hay papás (mucho menos las mamás) que, poco después de la emoción del nacimiento, se han olvidado que tienen un hijo, y continúan su vida, endosando su rol a la mamá. Tiempo atrás, podían permitírselo, porque la malla social lograba crear una protección, pero hoy no.

              En muchas ocasiones tú te preguntas qué hacer: levantar la voz, intentar imponer la débil autoridad o ignorar el reclamo de la mamá que pide tu intervención. Mientras tanto el/la hijo/a sigue con su pataleta. La paradoja es que no aspiras para nada en convertirte en un macetero de greda entre dos de granito (la mamá y el hijo). Pero no tienes más remedio que resignarte a ser macetero de Pomaire - ¡de calidad, se entiende! -, porque es tu única manera de ser un buen papá, dejando a tu hijo/a y a su mamá que resuelvan el conflicto.

              Eres consciente de haber perdido terreno en el campo de la obediencia, tanto presente como futura. Es que no sabes realmente qué hacer en muchas ocasiones (¡nos pasa también a los padres sacerdotes!) Y te preguntas, ¿no habrá una vía para mejorar? En el colegio, creemos que sí. Por eso proponemos el lema como el de este año, por eso programamos la escuela de padres, por eso citamos a entrevista, por eso convocamos a misa de nivel, por eso mandamos a derivaciones también a los padres, por eso…

p. Franco Zago

miércoles, 2 de mayo de 2012

“ESCUCHA Y COMPRENDE…”


«TOMA LECCIONES DEL PASADO,

PERO SÉ UN HOMBRE DE TU TIEMPO CON TU TIEMPO.

ESCUCHA Y COMPRENDE LAS VOCES DEL UNIVERSO,

DE LA TIERRA, DE TU GENTE, DE TU CIUDAD, DE TU PATRIA,

LAS VOCES DE LOS QUE SUFREN, DE LOS POBRES, DE LOS OPRIMIDOS.

COMPENÉTRATE DE TODO LO QUE ES BELLO, BUENO, VERDADERO Y SANTO.

NADA SE PIERDE CON VIVIR GENEROSA, NOBLE, CORTÉSMENTE,

NUTRIENDO EN EL ÁNIMO LA LEALTAD, LA JUSTICIA, EL BUEN SENTIDO, LA BENEVOLENCIA.

SÓLO ASÍ APRENDERÁS A LEER EN LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS Y DE DIOS,

Y A OÍR EL LLAMADO DE LAS ALMAS». (Murialdo)


          Se trata de una composición de nuestro santo patrono, Leonardo Muriado, escrita cuando tenía 17 años. Podemos leerla esculpida en la lápida de su monumento, ubicado entre la capilla y el segundo ciclo. Nunca sabremos cómo llegó Murialdo a escribir aquellos pensamientos tan profundos, que transcienden ciertamente su edad; ni sabremos cuáles han sido las motivaciones, como tampoco la situación que estaba viviendo, para dejar anotado en sus apuntes personales ese mensaje. Sin embargo, una cosa es cierta: esas palabras fueron proféticas según el rumbo que en el futuro tomaría su vida.

          “Escucha y comprende las voces…” Una de sus actitudes más habituales, aunque no tan conocida, ha sido precisamente su aguda atención a la realidad histórica que estaba viviendo. Las elecciones hechas, antes y después de aceptar la dirección del Colegio “Artigianelli”, los compromisos apostólicos asumidos a lo largo de su vida, las modalidades de intervención implementadas en las varias obras, denotan en él un atento sentido de escucha y una viva percepción de los problemas que su tiempo y su entorno planteaban a la sociedad y a la Iglesia. En efecto, Murialdo “escuchaba” de verdad la realidad social, tratando de interpretar las necesidades más urgentes y de encontrar una respuesta adecuada.

          El sufrimiento más agudo de los católicos de su época fue sin duda el producido por el contraste entre el Estado y la Iglesia, a causa de la expropiación de los territorios gobernados por el Papa (en concreto, la ciudad de Roma); y también el contraste entre la Iglesia y la sociedad misma, encaminada hacia una progresiva laicización. Este concepto se puede explicar como la tendencia de evitar que la religión sea visible en la vida de la sociedad, excluyendo su influencia y sus manifestaciones. La tendencia laicizante, originada por la Ilustración y difundida en Europa y en el mundo con las secuelas de la revolución francesa, se impuso en Italia con los gobiernos de la Unificación (siglo XIX), por lo que las autoridades procuraban con todos los medios excluir la religión de la “cosa pública” (instituciones, asociaciones, movimientos obreros, manifestaciones, etc.). La religión tenía que tolerarse sólo en los templos. Y todo ello, obviamente, condimentado con un fuerte carácter anticatólico y antireligioso.

            He aquí entonces la preocupación de Murialdo hacia las clases sociales populares, las más expuestas al peligro de la descristianización. Fue particularmente sensible hacia los peligros que acechaban a los jóvenes, sabiendo por su propia experiencia (véase la crisis juvenil) que un adolescente puede fácilmente perderse. Por eso, implementó un abanico de obras educativas para con la juventud más desvalida (“jóvenes pobres y abandonados”).

           Para enfrentar de manera más contundente la tendencia de laicizar la sociedad, abrió estratégicamente un frente nuevo: el apostolado de la prensa para “dar dignidad informativa, cultural y propagandística a los católicos”. Fundó un periódico (todavía vigente en la diócesis de Turín), creó las bibliotecas ambulantes, promovió la publicación de libros, y fue pionero en valorizar el papel de la mujer, porque pensaba que la mujer, más allá de la educación familiar, era la que tenía mayores aptitudes y posibilidades para la difusión de la prensa católica.

             En fin, Murialdo supo leer el momento histórico en que vivió como el lugar de la presencia de Dios, quien no deja jamás de actuar en el mundo. La lectura de los “signos de los tiempos” y la mirada hacia la pobreza material y moral de los jóvenes fueron para él la voz que dócilmente siguió. Y esto hoy en día constituye para nosotros su legado carismático. Murialdo nos invita a reconocer hoy el rostro de Cristo en los hermanos más necesitados, buscando respuestas creativas e innovadoras de servicio y dedicación, que sepan proponer intervenciones aptas a las necesidades de los tiempos presentes.




p. Franco, mayo de 2012

DIÁLOGO EFECTIVO

         Llega a la oficina del rector una niña del primer ciclo. Toca la puerta y acto seguido entra sin esperar el pase. La secretaria parte detrás de ella y la invita a salir. ¡Pero ya está en la oficina! Ella, de manera educada, pide sentarse; tiene que algo importante que decirme. Resulta que en esos momentos uno tiene varios problemas entre manos… pero ¿cómo no atender a una alumna tan graciosa y decidida? Le pregunto si ha pedido permiso a la profesora para salir de clase y me hace notar que su curso está todavía en recreo. Luego, dando mil vueltas al argumento de conversación, saca de la lonchera el pocillo y me lo enseña: “¡Está vacío, me comí todo lo que mamá me preparó!”. Y el rector se levanta, observa, la felicita, le ayuda a guardar el pocillo y la despide con un besito. “¿Mañana puedo venir de nuevo?”. ¿Y qué le puedo contestar?

         Otro día llega un alumno de enseñanza media. Pide a la secretaria conversar con el rector. Entra y lo hago sentar frente al escritorio. Y uno, aunque tenga en esos momentos mil cosas que hacer, siente que debe dejar un espacio a su disposición. El argumento de la conversación no es trascendental, pero es necesario prestar atención. Al final, cuando el alumno se ha ido, uno se pregunta si valía la pena haberle dedicado esos minutos preciosos del escaso tiempo por tan pequeña cosa… ¿Por qué no haberle dicho que lo atendía más tarde en el recreo?

         Sin embargo, los días siguientes, cuando el alumno de la media se te acerca en el patio y te saluda dándote un fuerte estrechón de mano, y cuando la niña corre a tu encuentro y te pregunta si te duele todavía la manito, también el rector comprende de manera práctica un principio que siempre repite: ¡lo primero son los alumnos! ¡Cualquiera sea la situación o la temática o el problema, aunque se trate de nimiedades para los adultos, lo primero son ellos! En esos momentos, para los alumnos la conversación es una cosa importante, muy importante. Es su derecho ser escuchado.


          Me imagino lo que ocurre en casa: la mamá con muchas cosas que hacer antes de acostarse; el papá con un indescriptible cansancio encima, si no son las preocupaciones que le presionan; los abuelos... los hermanos… Todo el mundo con sus cosas. ¿Y las cosas de los hijos acaso no son importantes?

          En realidad, a nosotros los adultos nos ocurre siempre lo mismo. Creemos que nuestras cosas son las verdaderamente importantes. Por el contrario, las de los niños o hijos lo son mucho menos. De hecho, todo el mundo se comporta de esta manera. Normalmente cuando buscamos el contacto con alguien, lo hacemos porque necesitamos decirle algo. No importa el tema de lo que le vamos a hablar: puede ser grave o intrascendente, chistoso o doloroso, un chisme o una inquietud. Lo que invariablemente nos importa es que el otro esté ahí para que nos escuche. Pertenece a las necesidades humanas ese deseo, a veces ansioso, de contar a otros lo que llevamos dentro.

         Cuando los adultos nos relacionamos con niños o jóvenes, pensamos ser los únicos en tener algo importante que decirles. Muy pocas veces pensamos que también ellos necesitan ser escuchados. Por eso se oye a padres, especialmente de adolescentes y jóvenes, que se quejan porque no consiguen que los escuchen. Las quejas frecuentes tienen casi siempre el mismo tenor: no consigo que mi hijo/a me escuche; lo que le digo le entra por un oído y le sale por el otro… ¿Quién no ha pasado por esa experiencia?

         Los expertos nos enseñan que las relaciones podrían cambiar perfectamente cuando los adultos, padres o educadores, asumen otra actitud, cambiando su manera de conversar: dejar de decirles tantas cosas y aumentar el porcentaje de tiempo que se dedica a escucharles, prescindiendo de dar un valor de mayor o menor importancia a lo que ellos cuentan.

         Hay cosas que no nos gustan, pero que debemos asumirlas, especialmente cuando uno es papá y mamá. Por ejemplo, ¿a quién le gustaba levantarse de noche para atender la guagua, para alimentarla, cambiarles los pañales, limpiarla de sus necesidades biológicas? Entonces nadie ponía en discusión la no agradable tarea. Si eres mamá o papá tienes que asumirlo responsablemente, sin objeciones. Y todos han sobrevivido a esas situaciones, logrando compaginar admirablemente los tiempos, las noches sin dormir, los cansancios, los trabajos y demás responsabilidades.

        También en etapas posteriores, especialmente en la adolescencia, ocurre algo parecido. Si se tiene presente que la adolescencia es un período de intenso desarrollo físico, moral e intelectual, es comprensible que sea una etapa tumultuosa, que exige cuidados y atenciones especiales de parte de los adultos cercanos. Aquí tampoco se debería poner en discusión el tiempo que ellos nos exigen, aunque no lo manifiesten. Entonces, lo primero será atenderles, no obstante el cansancio, la falta de tiempo y otras preocupaciones. Darse tiempo para escucharlos.





p. Franco, abril de 2012

"Escuchando se dialoga, dialogando se construye"

ESCUCHAR DIALOGAR CONSTRUIR

«Al oírse el ruido [del viento impetuoso], se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «…¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua materna?» (Hechos de los Apóstoles 2,6-8).

El relato bíblico de Pentecostés - el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles - nos sirve de pórtico para introducir el lema de este año escolar: “Escuchando se dialoga, dialogando se construye”.

En el evento bíblico la gente no sólo oyó, sino que también logró entender lo que los apóstoles estaban anunciando; es decir, la gente escuchó lo que se les comunicaba, porque comprendieron el mensaje. Y ello, no sólo porque el idioma le resultaba familiar, sino porque aquellas gentes pusieron atención, querían realmente entender lo que se les estaba comunicando; hubo en ellos un empeño intencional para comprender.

“Escuchar” es mucho más que “oír”. Escuchar no es fácil, pues con frecuencia oímos, pero no escuchamos, porque percibimos y no comprendemos o no queremos comprender; o bien, no ponemos una atención y un empeño intencionales para enterarnos de lo que se nos dice.

Cuando uno escucha de verdad, también dialoga, porque de alguna manera devuelve al otro lo que piensa haber recibido, expresándole a la vez su opinión: su acuerdo o desacuerdo; o simplemente su punto de vista distinto; y no hacen falta palabras para ello, basta tan sólo un gesto, una expresión del rostro, unos ojos abiertos…

Por lo tanto, sólo escuchando de verdad, se puede “dialogar”, de lo contrario nos limitamos a puros monólogos: es decir, repetimos nuestras propias ideas, sin preocuparnos que el otro nos entienda, sin tener en cuenta su punto de vista o sus necesidades; o bien al revés, oímos pero no nos preocupa entender lo que el otro nos manifiesta, porque nuestra mente está tan llena de nuestros propios pensamientos que no hay espacio para recibir el mensaje que otros nos quieren transmitir.

Sin embargo, el diálogo no sólo es el mejor instrumento para resolver conflictos, sino que también es capaz de cambiar a las personas, las hace mejores, las hace crecer, les amplía los horizontes, las compromete para un cambio de actitudes y comportamientos. El resultado de un buen diálogo es un pensamiento más elaborado y más rico de matices, lo cual facilita experiencias atrayentes, abre caminos nuevos y, sobre todo, genera pasiones para realizar juntos algo interesante. Esto es “construir”.

En el evento de Pentecostés, aquellos que escucharon con mente abierta cuanto los apóstoles les decían, al final les preguntaron: «¿Qué tenemos que hacer?» (2,37). De esta inquietud, surgida de la escucha y del diálogo, empezó su caminar la Iglesia de Cristo. Aquellas personas de hace 2000 años lograron poner los cimientos de la “construcción” más sólida de todos los tiempos; la que, humanamente hablando, resulta ser la más duradera de la historia; y la que, desde la fe, sabemos que jamás se destruirá.

En fin, aprender a escucharse es la clave que pone en marcha un productivo proceso que lleva a construir juntos algo grande. Ni un país ni una familia ni una escuela pueden ser construidos por uno solo. Se necesitan varios, muchos y, a veces, todos. El esfuerzo de éstos, capaces de dialogar abiertamente entre sí, logra construir el bien común ansiado tanto en las familias como en la escuela, y mucho más en el país.




p. Franco, marzo de 2012