Mi primera reflexión para el “Murialdino 2010” tiene un tema obligado: no podía dejar de lado la gran tragedia que nos afectó directa o indirectamente a todos. Y esta vez no he encontrado mejor manera de empezar que recurrir a la Palabra de Dios, la que realmente nos puede indicar las actitudes justas que hemos de asumir después de este remezón.
DEL EVANGELIO DE LUCAS (13, 1-9)
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.
El respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera».
Todavía vivimos estremecidos por el trágico acontecimiento. ¿Cómo leer esta tragedia desde un enfoque cristiano? Esta página del Evangelio nos viene en ayuda. Jesús nos enseña a aprender a escuchar la voz de Dios en los acontecimientos, incluso en los trágicos; ¡especialmente en los trágicos! En realidad, no son pocos los que suelen atribuir a Dios determinados sucesos. También los contemporáneos de Jesús lo hacían. Sin embargo, entonces como ahora, daban una interpretación errónea y falseada de Dios: Él no es como ellos pretendían o pensaban que fuese.
En el episodio del Evangelio se acercan a Jesús unas personas a contarle lo que sucedió a un grupo de galileos en Jerusalén. La respuesta es clara. Para ello Jesús toma en consideración dos sucesos. El primero, contado por los interlocutores: un grupo de galileos, de alguna facción independentista, había sido reprimido por Pilato, para lección y escarmiento de todo aquel que osara atentar contra la ocupación romana. El segundo lo recuerda Él mismo: el derrumbe de la torre de Siloé sobre un grupo de personas, lo que provocó 18 víctimas.
Entonces, como ahora, ocurrían tragedias y catástrofes que lastiman a la gente. Entonces, como ahora, hay muchas muertes de inocentes, cuyo desenlace no tiene siempre que ver con la vida que llevaban normalmente.
En este caso Jesús no intenta dar una respuesta de carácter religioso o histórico a estos acontecimientos. Pero Él quiere darnos una advertencia: el verdadero riesgo de perder la vida no está en un accidente desgraciado o en una revuelta represiva o en una trágica catástrofe, sino en no convertirse; es decir, en vivir distraídos, descentrados en relación a lo más importante de la vida, porque no habrá esperanza para después de la muerte.
Las tragedias forman parte de la vida, de la limitación y debilidad del hombre. Jamás hay que interpretarlas como aquellas personas que se presentaron ante Jesús, las cuales pensaban que eran un castigo de Dios por los pecados cometidos. Jesús nunca nos habló de un Dios justiciero que va castigando a sus hijos, repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados. Tampoco se detiene en disquisiciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de los hombres o de la voluntad de Dios. Él vuelve su mirada hacia los presentes, hacia los vivos y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos el llamado de Dios a la conversión, al cambio de vida; hay que tomarlos como un remezón para cambiar de actitudes.
Ante este trágico terremoto lo primero no es preguntarnos dónde está Dios, sino dónde estamos nosotros, dónde nos colocamos. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es “¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?”; sino “¿cómo consentimos que tantos seres humanos vivan en la necesidad o tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?” O bien, “¿qué esperamos para involucramos más en una acción democrática de control sobre quien ha de tomar las decisiones por el bienestar de todos?”.
Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas, sino identificándonos con las víctimas e involucrándonos personalmente como ciudadanos de un País sometido a sismos. No lo descubriremos protestando contra su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor de la gente afectada de nuestro País (o de Haití o de cualquier otro lugar del mundo donde haya sufrimiento). Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su “dignidad eterna”, en los que luchan contra el mal, alentando su combate o en los que toman en serio su propio País, incluso pagando de persona.
En definitiva, Jesús nos lleva a mirar el mundo y los acontecimientos no como espectadores, sino como actores e interpretar también esta tragedia a la luz de su Palabra… porque Dios pasa a través de nuestra vida con frecuencia… también en ocasión de esta tragedia pasó, dándonos un remezón. ¿Podríamos seguir igual que antes?
Franco Zago, rector