A mí como sacerdote me llaman padre. Al hermano Jesús, que desde el sábado 26 de mayo ha dejado de ser hermano, ahora lo llamamos padre Jesús.
Los sacerdotes no somos padres biológicos, pero de algún modo ejercemos una paternidad espiritual, que debemos cuidar, cultivar y hacer crecer a diario, como cualquier otra paternidad. De lo contrario seríamos unos sucedáneos de padres, unos padres sólo de nombre, unos títeres de padres…
Desde este enfoque escribo una carta a los papás, a todos: papás biológicos, papás adoptados, papás premurosamente presentes, papás solos con los hijos, papás ausentes, papás de fin de semana, papás lejanos, etc.; en fin, papá, cualquiera sea su paternidad.
Somos padres imperfectos, también los nuestros lo fueron a su manera. Por otra parte, la paternidad - diría - es por definición “imperfecta”: sólo Dios es Padre de verdad.
Pero hay una indiscutible diferencia entre maternidad y paternidad. Tú, papá biológico, puedes acariciar el vientre de la esposa, puedes poner una mano para sentir los movimientos del feto, pero no se compara con el vínculo que se establece entre una madre y su hijo en gestación.
Tú, papá de hoy, eres más inseguro que tu propio padre: nuestros padres gozaron de una autoridad ampliamente reconocida, y no sólo en la familia. Tú eres un padre más imperfecto de tu padre. Tu eres permisivo y flexible. Tu padre sabía perfectamente, por tradición familiar y social, lo que comportaba la responsabilidad de formar a un hijo.
Has luchado, justamente, contra el autoritarismo de la generación de tus padres. Ellos nacieron en un clima social distinto, autoritario, incluso represivo. Lo hiciste por temor de reproducir los errores de entonces, renunciando a la autoridad, incluso a la autoridad como valor y actitud. Sin embargo, sabes perfectamente que no hay paternidad sin autoridad, aunque siempre hace valer la afectividad, pensando que ésta podría sustituirla. Sin embargo, hay autoridad de padre y hay afectividad de padre. Tu generación se fatiga en encontrar un equilibrio entre cercanía y distancia, porque se ha olvidado que entre padres e hijos hay asimetría.
Probablemente cuando eras niño, tu padre te abrazó con parquedad. La afectividad y la emoción correspondían generalmente a las mamás. Hoy, en cambio, te esmeras en regalonear a tu niño/a, hasta casi la asfixia; tu mujer quizás menos.
En nuestra sociedad actual nos cuesta encontrar el justo equilibrio. Hay padres y madres que protegen a los hijos hasta la obsesión: “no corras”, “no te ensucies las manos”, “no te fíes de nadie”… Pero hay papás que pretenden sustituirse a las madres, tomarse el papel de mamá.
Hay papás (mucho menos las mamás) que, poco después de la emoción del nacimiento, se han olvidado que tienen un hijo, y continúan su vida, endosando su rol a la mamá. Tiempo atrás, podían permitírselo, porque la malla social lograba crear una protección, pero hoy no.
En muchas ocasiones tú te preguntas qué hacer: levantar la voz, intentar imponer la débil autoridad o ignorar el reclamo de la mamá que pide tu intervención. Mientras tanto el/la hijo/a sigue con su pataleta. La paradoja es que no aspiras para nada en convertirte en un macetero de greda entre dos de granito (la mamá y el hijo). Pero no tienes más remedio que resignarte a ser macetero de Pomaire - ¡de calidad, se entiende! -, porque es tu única manera de ser un buen papá, dejando a tu hijo/a y a su mamá que resuelvan el conflicto.
Eres consciente de haber perdido terreno en el campo de la obediencia, tanto presente como futura. Es que no sabes realmente qué hacer en muchas ocasiones (¡nos pasa también a los padres sacerdotes!) Y te preguntas, ¿no habrá una vía para mejorar? En el colegio, creemos que sí. Por eso proponemos el lema como el de este año, por eso programamos la escuela de padres, por eso citamos a entrevista, por eso convocamos a misa de nivel, por eso mandamos a derivaciones también a los padres, por eso…
p. Franco Zago